—No sé lo que hago.
—Ni yo.
Así, el ángel y el demonio comenzaron su viaje.
En silencio. En oscuridad. Con confusiones tan evidentes como la luna sobre ellos.
El corazón del ángel galopaba tan fuerte que el ruido de los cascos —ensordecedor— rompía el clima del lugar. Sus manos, heladas como el hielo, se convulsionaban en busca de calor.
El demonio, perdido. Ahogado en este océano de dudas, no quiso respuestas. No quiso excusas. No quiso lamentos.
Solo buscó lo que verdaderamente deseaba: la verdad de sus labios.
Entiende, ángel mío...
Muchos han visto tus ojos, pero jamás la desnudez de tu alma a través de ellos.
Y lo sé. No tienes que decirlo... porque también lo siento.
Solo un parpadeo.
Y el demonio acercó su rostro al de ella.
Todo perdió sentido.
El mundo se opacó.
Todos los silencios alzaron su voz…
y nada.
Solo la nada.
Un beso inmortal. Un beso digno de ser contado.
Un beso que retumbó como truenos precipitándose al suelo.
Un beso que hizo enmudecer a otros.
Un beso nacido del amor, de la pena… y del dolor de no estar el uno junto al otro.
Un beso que, al cerrar los ojos, duró una vida completa.
Un beso inmortalizado en un lienzo de oro.
Un beso que susurró su nombre en la oscuridad:
Ángel...
¿En qué momento nuestro lenguaje del corazón se transformó en este rito,
donde debamos dañarnos para ser honestos entre nosotros, ángel mío?
Él se aferró a ella como quien, en una noche plutónica, se aferra a algo sagrado.
La besó como nunca antes: entre lágrimas y sonrisas. Entre miedos y culpas.
No quiso pensar en consecuencias, ni orgullos ni egos.
Solo Eros y Psique: el Corazón y el Alma
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