Ella lo miró a los ojos, esperando una respuesta que pudiera satisfacer el eco que retumbaba en su pecho.
Él desvió la mirada, como si en sus pupilas llevara el peso de todas las promesas que nunca tuvo el valor de cumplir.
Sus manos rodaron por su pecho, tratando de encontrar ese corazón delator.
Pero bajo su piel solo halló un abismo quieto, un silencio espeso donde antes latía la esperanza.
—¿Esta acaso es tu decisión? —susurró en silencio.
Él asintió sin palabras, como quien firma una sentencia que lo arrastra también al abismo que niega.
Los colores opacaron y los silencios gritaron a los vientos. Todo ha cambiado, él rompió el pacto, él traicionó al corazón.
Ella, con el alma deshilachada, sintió que el amor no muere de golpe —se desangra, lento, en cada mentira dicha con voz temblorosa.
Ella giró en su centro, pensando en huir. Más él la atrapó por la cintura y impidió el acto: —Te amo —dijo mientras su herida brotaba aún, ríos de azul vitae.
—No sabes amar —respondió ella, con la voz hecha cristal—, porque el amor no clava espinas donde antes florecían caricias.
—Esta rosa fue una promesa vacía, que regalaste a infinidad de postores. Alguna vez sé honesto, mírame a los ojos y dime que soy real —replicó con celeridad.
Él tembló, atrapado entre el peso de su culpa y la belleza terrible de su verdad, y murmuró: —Eres lo único real que he tenido… pero llegué roto, y te rompí a ti también.
—Toma mi mano y rompamos la mano al destino... ¿o acaso tienes miedo de vivir?
—Tengo miedo de vivir sin ti —confesó, dejando que una lágrima ardiente cayera como sentencia—, pero a veces el amor no basta para sostener un mundo hecho trizas.
Ella soltó sus brazos y dio un paso atrás: —Abandono este templo en ruinas, eres libre.
Él cayó de rodillas, como un creyente expulsado de su fe, y en su pecho solo quedó el eco de su nombre, repitiéndose como un rezo que ya nadie escucha...
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